domingo, 14 de diciembre de 2014

EN EL PERÚ, CALLAR ES SER CÓMPLICE

Palabras del periodista y escritor peruano Alfredo Pita durante la presentación de su novela “El rincón de los muertos” en la Maison de l’Amérique Latine, en París, el 5 de diciembre último.
Alfredo Pita

 Empecé a moverme en los territorios de la literatura como todos, oyendo historias, leyendo. Desde muy temprano, mis familiares pusieron en mis manos libros que formaron mi imaginación y me dieron la palabra, el instrumento expresivo que todos usamos, pero que en el caso del escritor es su instrumento de trabajo.

También los míos hicieron que muy temprano, niño aún, me topase con gente que leía libros y los degustaba, y que hasta escribía literatura. En la casa de mi padre conocí no solo a jóvenes revolucionarios dispuestos a todo por cambiar el inicuo orden de cosas peruano, sino que también incursionaban en la poesía y el relato.

Así, sin haber llegado a los diez años, y redondeando apenas la imagen en mi cabeza, intuí que la búsqueda de la belleza y de la justicia podían ir juntas.

Más tarde, a los 17 años, me ocurrió algo extraordinario. En la ciudad del norte del Perú donde vivíamos, se realizó, en 1966, un Encuentro Nacional de Poetas Peruanos, al que acudieron los vates más importantes y prestigiados que había en el país. Con algunos de ellos en el jurado, se organizó un premio al poeta joven de la región y me lo concedieron. Aún no era adulto, había recibido un premio alentador y, como si fuera poco, ya era amigo de los poetas que más leía y admiraba. ¿Qué más pedir?

Esta fue mi verdadera escuela, como más tarde lo fue el contacto con viejos y prestigiados periodistas. Pero fueron los escritores los que marcaron mi destino. En adelante, en forma constante y reiterada, y sin que yo me lo propusiera, la vida me pusoen el camino de escritores trascendentes que me dieron su amistad y su apoyo. Hoy quisiera hablar en particular de uno de ellos, de José María Arguedas.

Frecuentarlo fundó y consolidó mi vocación y mi aprendizaje en el terreno creativo y literario, pero también recibíde él una visión ética de la sociedad y de la vida, lo que me llevó de vuelta a mis primeras intuiciones, aquellas queme decían que mejorar la vida pasaba por la creación y la belleza, pero no sin la equidad y la justicia.

Poco antes de que pusiera fin a sus días, Arguedas había recibido un premio y, al agradecerlo pronunció un discurso, cuyo titulo es: “No soy un aculturado”.

En resumen, el viejo maestro nos pedía a los peruanos que no nos dejáramos alienar, que no permitiésemos que las fuerzas dominantes nos despojasen de nuestro ser esencial, que siendo en su óptica de raíz andina, se nutre evidentemente de nuestro complejo y rico cruce cultural. La alienación, ese inveterado mal peruano, es eso: el dejar de ser uno mismo por la imposición de la cultura dominante.

Una década después de su muerte, el Perú vivió una etapa de atrocidades, la peor sangría de su historia. En quince años, la guerra interna, el enfrentamiento entre el ejército y el senderismo, mató al menos a 75.000 personas, a más peruanos que todas las guerras que el país ha sostenido con sus vecinos. Y una constatación abruma porque es una evidencia descarnada: la inmensa mayoría de víctimas fueron campesinos quechuahablantes, víctimas inocentes del fuego cruzado de los terrorismos.

Y todo esto para que nada cambie. Hoy, los dueños del país nos dicen que hemos entrado en una etapa de bonanza y piden sacrificios a la gente en nombre de un espejismo que no engaña a nadie, salvo a quienes quieren dejarse engañar en Lima con los abalorios del consumismo. Tras la guerra y las atrocidades ahora tenemos la destrucción del medio ambiente, de la naturaleza, del habitat de las comunidades campesinas, en nombre de un modelo que refuerza la explotación y la alienación de la que hablaba Arguedas.

Como en las peores épocas coloniales, al Perú se le asigna, hoy más que nunca, el papel de proveedor de metales preciosos y estratégicos, de petróleo y de madera. Se nos ratifica en nuestra condición de país primario exportador, de pieza menor en la maquinaria subalterna de las economías dominantes, y esto a costa de la destrucción del territorio y del envenenamiento por siglos de las montañas y las selvas, de los espacios de vida del peruano de hoy y de sus descendientes, de los que aún no se han refugiado en Lima, en esa úlcera tentacular que inconsciente e irresponsablemente chupa la sangre de todo el país sin saber cuál es su propio destino.

José María Arguedas y otros maestros que he tenido me enseñaron una ética de la palabra, pero también una visión responsable, política, frente a la vida. Quienes estamos en capacidad de usarla palabra debemos hablar en nombre de quienes no pueden hacerlo. En países como el Perú nuestra voz no nos pertenece sólo a nosotros.

En este sentido, en este momento, cuando los campesinos de Cajamarca, mi región, marchan hacia la capital para hacer oír su voz ante la conferencia internacional de las Naciones Unidas sobre el clima (COP20), reunida en Lima, yo no puedo callar.

El clima está siendo destruido por el sistema egoísta, irracional y contaminador que devasta la vida de las comunidades de mi país y de otras partes del mundo.

Yo no quiero ser un cómplice y guardar silencio frente a los crímenes que cometen los gobernantes peruanos y la élite a la que sirven traicionando a quienes los eligieron.

Cuando la injusticia y el latrocinio se enseñorean en mi país y destruyen las bases mismas de la vida de la gente humilde, yo no puedo callar. Cajamarca tiene mil veces razón.

Hay un nuevo colaboracionismo en países como el mío, donde se aplasta a las poblaciones en nombre de un frenesí productivo que es el extractivismo irracional y sin límites al que ya he aludido, que apunta a un desarrollo que nunca llegará, mientras se destruye a la naturaleza y a los habitantes, en tanto que en la capital el grueso de los intelectuales prefiere el silencio. Yo no quiero callarme frente a este abominable orden de cosas. Yo no soy un colaborador del nuevo colonialismo.

No quiero ser cómplice y deseo expresarlo en esta ocasión, al tiempo que ratifico que voy a continuar con mi trabajo de escritura, que voy a seguir desarrollando mis historias con la más absoluta libertad creativa, pero sin perder de vista que soy un hombre con responsabilidades, un ciudadano consciente, no un simple manipulador de palabras, dócil ante el mercado o ante las señales que me envían los poderosos que lo controlan.

Alfredo Pita
Colaborador

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