CUANDO EL DESACATO ES UN GESTO MORAL
Escribe César Hildebrandt
0 alentamos la rebeldía o nos hundimos todos en el lodazal propuesto por la judicatura.
El
señor Alan García está feliz. Mirko Lauer también. Lo mismo sus voceros
concentrados (García opera el milagro de reunir a los Miró Quesada y a
los bustos parlantes del mohmismo en un solo propósito encubridor).
Hasta Juan Paredes Castro, siempre de ocasión, está exultante como si
acabara de cazar a un buen mamut.
Pero
que García no se la crea. Que un pestífero poder judicial controlado
por el Apra lo haya "liberado" formalmente de las incomodidades de la
Megacomisión no significa que sus narcoindultos dejarán de ser parte de
su prontuario. Lo seguirán siendo.
García
es un foco infeccioso para la política peruana. Es un hombre que se
hizo rico echando mano a toda la plata negra que la política y el poder
presidencial le pusieron a su alcance. Es autor mediato, mucho más que
Fujimori, de cuantiosas masacres. Es el más exitoso fugitivo de la
justicia penal gracias a prescripciones, arreglos bajo la mesa y
servicios mugrientos del poder judicial acovachado que padecemos.
Que
García no haya pasado por la cárcel es una demostración cabal de lo que
es, fatalmente, el Perú. Que a García no lo pueda investigar el
Congreso sin que meta la mano un juez "ad hoc" dice mucho de la crisis
de la democracia peruana, impotente, desde su parálisis institucional,
para poder garantizar la seguridad ciudadana o la aplicación de una
justicia igualitaria.
Alan
García es la continuidad degenerada de un partido que Haya de la Torre
ya había convertido en una sucursal oligárquica después de su alianza
con la derecha más dura de los años 6o. Después, con el golpe de
los militares peruanos nasseristas de 1968, Haya pretendió darse un aire
reformista diciendo que el programa de Velasco era un plagio del
ideario original aprista. Sin embargo, hizo todo lo posible para que
Velasco fracasara y aquel 5 de febrero de 1975 fueron fuerzas apristas
las que ayudaron a desatar el caos y el saqueo de Lima. Ese fue el
comienzo del fin del velasquismo, el más serio intento de cambiarlo todo
desde arriba y a la fuerza.
A
finales de los 70, con Haya languideciendo, el Apra terminó siendo un
partido ficticiamente dividido. Por un lado estaba el ala conservadora,
representada por Andrés Townsend, y por el otro una facción
supuestamente de izquierda, la encarnada por Armando Villanueva. Pero
esta última, que controlaba el aparato, era retórica pura.
La
impunidad dotó al personaje de una redoblada desfachatez. Confundió el
discutible perdón mal habido y, más bipolar que nunca, se irguió en
líder casi insurreccional de la oposición a Toledo
Y
muchos de sus voceros, incluido su líder, estaban demasiado cerca del
narcotraficante Carlos Langberg como para que alguien los tomara en
serio.
La
derrota electoral de Villanueva en 1980 catapultó a García, la joven
promesa acunada por Haya. Este hizo en tres años -de 1985 a 1988-lo que a
Haya le había costado décadas: empezar como revolucionario y terminar
como un dudoso social demócrata de dientes para afuera. Claro
que García le puso un ingrediente que Haya, a pesar de sus vicios
personales y sus extenuantes secretos, no había frecuentado: el robo de
fondos de campaña, las comisiones por reventa de armas, las coimas por
obras de infraestructura, el carrusel de dólares MUC con testaferros
como su amigo Alfredo Zanatti, quien compró 25 millones de esa divisa
subsidiada y alguna vez recibió un fax de García exigiéndole cuentas
sobre un episodio contable (todo está en el expediente respectivo).
García,
que había pertenecido a la mesocracia del lado más modesto de
Miraflores y que jamás tuvo trabajo conocido (con excepción de su fugaz
tránsito por la abogacía defendiendo sin éxito a un par de narcos), se
hizo millonario en dólares gracias a su paso por la presidencia. Se
compró inmuebles en Lima, Bogotá, París. No pagó una sola de sus
felonías. Vivió sin trabajar entre París y Bogotá recurriendo a los
intereses de sus cuentas. Y al final, con el colapso del régimen de
Fujimori -monstruo que él creó desde Palacio con la colaboración de "La
República" y "Pajina Libre"-, la democracia, devuelta pero no limpia,
resucitada pero no escarmentada, organizó sus prescripciones y toleró
su regreso y hasta su candidatura. Como siempre. Como con Piérola. Como
con los Prado.
La
impunidad dotó al personaje de una redoblada desfachatez. Confundió el
discutible perdón mal habido y, más bipolar que nunca, se irguió en
líder casi insurreccional de la oposición a Toledo. No es de extrañar
que en el 2006 el país anético que es el Perú lo llevara a la
presidencia. Al fin y al cabo, el asunto era cerrarle el paso a un
exmilitar que proponía cambios importantes. Un García aliado, como Haya,
de la peor y más rapaz derecha llegó a su segundo mandato. Y los robos
continuaron, los decretos con fe de erratas para hacer obras de más de
250 millones de soles se publicaron, las coimas se reprodujeron en
todos los ministerios y la fortuna de García, acrecentada ya durante la
campaña electoral que financió una plutocracia más asustada que nunca,
se hizo más grande que nunca.
Y
a todo eso este individuo añadió la infamia de los narcoindultos.
Cuatrocientos delincuentes parecidos a ese Carlos Langberg que financió
al Apra y abasteció de cocaína a algunos de sus dirigentes salieron a
la calle con la firma del presidente de la república. Esta es una
vergüenza que ningún país ha sufrido, un estigma que nos atañe a todos y
que hoy la prensa del lodazal pretende pasar por alto.
La
Megacomisión lo pescó. Y, como lo demostró el magnífico artículo que
al respecto publicó este semanario la semana pasada, toda la
argumentación de García fue desbaratada. No quería descongestionar las
cárceles, como decía (para eso hubiese indultado a reos sentenciados
por delitos contra el patrimonio, que eran la mayoría, o no habría
conmutado las penas de quienes ya estaban en sus casas en un régimen
de semilibertad). No. Lo que quería este hombre sin escrúpulos era
liberar a bandas enteras de narcotraficantes, incumpliendo así el
artículo 8 de la Constitución y creando un sórdido sistema paralelo de
justicia sin punición. ¿Cabe algo peor en un país amenazado desde su
médula por el narcotráfico?
Todo
eso ha sido descubierto por la Megacomisión. Y por eso el poder
judicial, el que hizo de César Álvarez un hombre inalcanzable para la
justicia en Áncash, ha tenido otra vez que intervenir.
Un
periodista del extranjero podría creer que Alan García está libre de
polvo y paja gracias al espurio fallo. Pero los peruanos sabemos qué
calidad tienen la mayoría de nuestros jueces, de qué aguas turbias
proceden, a qué acequias se acercan a beber. Y de qué modo el Apra
reina entre sus filas.
Lo
que quería este hombre sin escrúpulos era liberar a bandas enteras de
narcotraficantes, incumpliendo así el artículo 8 de la Constitución y
creando un sórdido sistema paralelo de justicia sin punición. ¿Cabe algo
peor en un país amenazado desolé su médula por el narcotráfico?
Cuando
mucha gente pregunta por qué los inteligentes y los decentes se alejan
de la política, por qué a los jóvenes los corroe el asco o el
escepticismo o la rabia cuando les mientan la palabra "política", pues
esta es la respuesta: porque la nuestra tiene en su menú estelar a un
presidente ladrón que está en la cárcel, a uno semejante que está
siendo investigado y que debería terminar en ella y a un tercero,
gemelo de los otros, que es socio de jueces y mandatario informal del
Ministerio Público.
Desacatar
el fallo del poder judicial es un deber moral del Congreso. No puede
haber respeto a un poder judicial que mete la uña para salvar a un
favorito argumentando que no fue debidamente citado cuando la aludida
invitación de la Megacomisión tiene cuatro páginas y abunda en
precisiones.
Inhabilitar a García no es una opción. Es una necesidad para devolverle al país la oportunidad de ser otra vez respetable.
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