Por Alberto Adrianzén
Casi todos los políticos, los
apristas, fujimoristas, pepecistas, “castañedistas”, partidarios de
Acuña y de Kuczynski, presidentes regionales, alcaldes, concejales, etc.
se acusan de todo.
La “Yo acuso” es la famosa carta abierta que el escritor e
intelectual francés, Émile Zola, le envió al presidente de ese país,
Félix Faure, en defensa del capitán Alfred Dreyfus acusado de alta
traición por colaborar con los alemanes y condenado a cadena perpetua en
la famosa isla del Diablo en la Guayana francesa.
El alegato de Zola, publicado el 13 de enero de 1898 en el diario
L´Aurore, sacudió la sociedad francesa y motivó una serie de protestas
que lograron la liberación deDreyfus. Zola no solo demostró su inocencia
sino también que tras ese juicio, amañado por cierto, existía una
política antisemita orientada a dañar a la comunidad judía en ese país.
Lo que fue un hecho que conmocionó a un país y a una sociedad, tal
como registra la historia, en el nuestro se ha convertido en moneda
corriente en el mundo de la política, que emociona a pocos, aburre a
muchos, y que más bien invita a un comportamiento pasivo y, algunas
veces, hasta complaciente con hechos que nos deben escandalizar.
Y si bien uno podría repetir aquellas palabras de Zola: “¡Oh,
justicia, qué horrible desaliento nos invade el alma!…”, es difícil
encontrar en nuestra sociedad un movimiento parecido al que desató la
carta del escritor francés.
En el Perú, casi todos los políticos, los apristas, fujimoristas,
pepecistas, “castañedistas”, partidarios de Acuña y de Kuczynski,
presidentes regionales, alcaldes, concejales, etc. se acusan de todo,
mientras los medios de comunicación han terminado por convertir estos
escándalos en la nutriente de una prensa amarilla y farandulera que
esconde las causas verdaderas de la actual descomposición nacional.
Aquí también se pueden repetir hasta el cansancio aquellas otras
palabras de Zola: “Esa verdad, esa justicia que con tanta pasión
deseamos, ¡qué desaliento ver cómo las abofetean hasta desfigurarlas y
alienarlas!”
Y eso ocurre todos los días como lo acaba demostrar la reciente
exclusión de Alberto Quimper y de Rómulo León (hijo), del proceso sobre
los famosos “petroaudios”.
Y es que lo que hoy vive el país o lo que se esconde detrás del “Yo
acuso” local es que estamos frente a una guerra de clanes políticos y de
mafias en la que cada una de estas busca defender a sus jefes.En realidad, lo que está en juego, además de la aplicación de la
justicia, es saber si somos capaces de impedir que la impunidad termine
como el modus operandi de políticos y mafias con canales vinculantes
unos con otras.
Es como sentarse en una mesa de juego para intercambiar figuritas. Yo
te canjeo la figurita de Alberto Fujimori por la de Alan García o la de
Martín Belaunde Lossio por las otras dos, o la de Roberto Torres
(alcalde de Chiclayo), o la de César Álvarez (presidente regional de
Ancash) o la de Rodolfo Orellana o de narcotraficantes, por otras
similares. Es un verdadero carrusel que esconde los nexos entre los
clanes mafiosos y una mayoría significativa de políticos y de partidos
políticos.
No hay otra explicación. El “Yo acuso” local es como imputar al otro
de ladrón —muchas veces es cierto— cuando el que acusa es también
ladrón. Es la máscara tras la que se ocultala corrupción y la búsqueda
de la impunidad total. Una charada mediatizada. Nuestro “House of cards”
criollo.
Por eso, lo que debemos preguntarnos es porqué la carta de Zola en
Francia contribuyó a corregir una injusticia y a consolidar la
institucionalidad democrática del Estado y en nuestro país la
proliferación de acusaciones parece no tener ningún o muy poco impacto
en la sociedad, más allá de mostrar su progresivo deterioro.
Las elecciones municipales y regionales han sido la mejor
demostración de que el “Yo acuso” ha ejercido poco o ningún efecto entre
los electores peruanos. Que en Lima, en la última elección municipal,
personas acusadas de corrupción o militantes vinculados con partidos
también acusados de corrupción hayan sido elegidos o hayan quedado en
segundo puesto, o que en provincias ganaran candidatos que “prometen”
robar menos ya que se llevarían la plata en carretilla y no en camiones
como las anteriores autoridades, son ejemplos de la erosión —por no
decir destrucción—del tejido social y de los niveles de corrupción e
informalidad de la política y de la economía en nuestro país.
Para las grandes mayorías, el Perú, antes que un país y una comunidad
política integrada, se le presenta como un campo de batalla en el cual
la lucha por la sobrevivencia es la regla número uno y la impunidad la
número dos.
Que hoy la política esté desprestigiada, bloqueada, y los políticos
estén viviendo, acaso, su peor momento, es el “costo” que debemos pagar
por negarnos al cambio de un modelo económico que no integra al país, que
profundiza las desigualdades e incrementa la informalidad económica y
social; por mantener un sistema político cerrado, informal y corrupto
construido durante el fujimorismo, el toledismo y el aprismo; por no
tener una izquierda moderna y popular; por tener un Estado capturado por
los grande poderes económicos y penetrado por los lobbies; y por la
existencia de una elite que encuentra en lo que Sergio Zermeño llamó “la
sociedad derrotada” y en la “informalidad de la política”,el mejor
contexto para su reproducción social y para continuar con
sus desmedidos privilegios.
La responsabilidad del presidente Humala en este escenario deplorable
no es menor, por eso, como diría Émile Zola en su famoso e histórico
alegato: “Ésta es pues la verdad pura y simple, señor presidente. Es
espantosa, y quedará siempre como una mancha de su presidencia.”
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