Justo es reconocer que el
discurso del poder ha sido y es muy sabio. Decenas de generaciones de
argentinos han crecido sabiendo cómo murió Túpac Amaru sin recordar
cuál fue el motivo de su último suplicio. Así, el último Inca no ha
quedado en el imaginario colectivo como el símbolo de la libertad
americana sino como el más gráfico ejemplo del descuartizamiento.
Todos los historiadores serios coinciden en señalar que se trató del
movimiento social más importante de la historia colonial del
continente. Y los más recalcitrantes hispanistas admiten que el imperio
corrió un serio riesgo de desaparecer. Pero como los planteos de Túpac
suenan tan actuales y como sus reivindicaciones sueñan aún hoy el
sueño de los justos, sigue siendo prudente que la gente recuerde sólo
lo que les pasa a los rebeldes cuando se toman demasiado en serio su
rebeldía, sin interiorizarse demasiado de las injusticias atroces que
condujeron al levantamiento que enarbolara los más justos reclamos.
De un lado estaba la milenaria civilización incaica y sus herederos,
que peleaban por lo suyo, por sus tierras, su cultura y su derecho a
una vida digna. Del otro, la barbarie de los invasores, cuyo único dios
era el oro, la plata y la codicia, que no reparaba en muertos. Los
castigos inflingidos a la familia Túpac Amaru dejan muy en claro de qué
lado de la ecuación civilización o barbarie estaba cada uno.
Las reformas borbónicas, implementadas por Carlos III a
fines del siglo XVIII, con su afán centralizador y recaudador,
significaron un aumento del trabajo y la opresión de los indígenas.
En el Perú en 1780, un descendiente de los incas, José
Gabriel Condorcanqui, tomó el nombre del último emperador de los Incas,
Túpac Amaru, que había sido asesinado por el virrey Francisco de
Toledo, y encabezó una rebelión de indígenas y mestizos contra el poder
español.
Condorcanqui había nacido en el mes de marzo del año 1740
en la provincia peruana de Tinta, actual Perú.
Heredó los cacicazgos de Pampamarca, Tungasuca y Surimaná y
una importante cantidad de mulas, que lo convirtieron en un cacique de
buena posición dedicado al transporte de mercaderías. Cuando acababa de
cumplir 20 años, se casó con quien sería el amor de su vida, Micaela
Bastidas Puyucawa.
La creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776
perjudicó seriamente al Virreinato del Perú. El cierre de los obrajes,
la paralización de las minas y la crisis del algodón y el azúcar
provocaron el incremento de la desocupación y la pérdida para miles de
indígenas de sus míseros ingresos. Ante esta situación Túpac presentó
una petición formal para que los indios fueran liberados del trabajo
obligatorio en las minas. Allí decía: “Entonces morían los indios y
desertaban pero los pueblos eran numerosos y se hacía menos sensible;
hoy, en la extrema decadencia en que se hallan, llega a ser imposible
el cumplimiento de la mita porque no hay indios que las sirvan y deben
volver los mismos que ya la hicieron...".
Denunciaba los esfuerzos inhumanos a que eran sometidos,
los largos y peligrosos caminos que debían andar para llegar hasta allí. Pedía
también el fin de los obrajes, verdaderos campos de concentración
donde se obligaba a hombres y mujeres, ancianos y niños a trabajar sin
descanso. Denunciaba particularmente el sistema de repartimientos,
antecedente del bochornoso pago en especie. La Audiencia de Lima,
compuesta mayoritariamente por encomenderos y mineros explotadores, ni
siquiera se dignó a escuchar sus reclamos.
Túpac fue entendiendo que debía tomar medidas más
radicales y comenzó a preparar la insurrección más extraordinaria de la
que tenga memoria esta parte del continente.
Los pobres, los niños de ojos tristes, los viejos con la
salud arruinada por el polvo y el mercurio de las minas, las mujeres
cansadas de ver morir en agonías interminables a sus hombres y a sus
hijos, todos comenzaron a formar el ejército libertador.
La primera tarea fue el acopio de armas de fuego, vedadas a
los indígenas. Pequeños grupos asaltaban depósitos y casas de mineros.
Así, el arsenal rebelde fue creciendo. Abuelos y nietos se dedicaban a
las armas blancas, pelando cañas, preparando flechas vengadoras. Las
mujeres tejían maravillosas mantas con los colores prohibidos por los
españoles. Una de ellas será adoptada como bandera por el ejército
libertador. Tiene los colores del arco iris y aún flamea en los Andes
peruanos.
La independencia propuesta por Túpac no era sólo un cambio
político, implicaba modificar el esquema social vigente en la América
española. Su movimiento produjo una profunda conmoción en el Perú,
grandes transformaciones internas y amplias resonancias americanas.
Decía un pasquín de la época: "muera el mal gobierno; mueran
los ministros falsos, y viva siempre La Plata…. Y mueran como merecen
los que a la justicia faltan y los que insaciables roban con la capa de
aduana".
Los elevados impuestos y los nuevos repartimientos
realizados a la llegada del virrey Agustín de Jáuregui decidieron a
Condorcanqui a comenzar la rebelión. La ocasión se presentó cuando el
obispo criollo Moscoso excomulgó al corregidor de Tinta, Antonio de
Arriaga, individuo particularmente odiado por los indios. El 4 de
noviembre de 1780, Túpac Amaru, con su autoridad de cacique de tres
pueblos, mandó detener a Arriaga, y lo obligó a firmar una carta donde
pedía a las autoridades dinero y armas y llamaba a todos los pueblos de
la provincia a juntarse en Tungasuca, donde estaba prisionero. Le
fueron enviados 22.000 pesos, algunas barras de oro, 75 mosquetes,
mulas, etcétera. Tras un juicio sumario, Arriaga fue ajusticiado en la
plaza Tungasuca el 10 de noviembre, en la misma plaza donde había
torturado y enviado al cadalso a tantos inocentes.
Túpac Amaru emitió un bando reivindicando para sí la soberanía sobre estos reinos que decía: “los
Reyes de Castilla me han tenido usurpada la corona y dominio de mis
gentes, cerca de tres siglos, pensionándome los vasallos con
insoportables gabelas, tributos, piezas, lanzas, aduanas, alcabalas,
estancos, catastros, diezmos, quintos, virreyes, audiencias,
corregidores, y demás ministros: todos iguales en la tiranía, vendiendo
la justicia en almoneda con los escribanos de esta fe, a quien más puja
y a quien más da, entrando en esto los empleos eclesiásticos y
seculares, sin temor de Dios; estropeando como a bestias a los
naturales del reino; quitando las vidas a todos los que no supieren
robar, todo digno del más severo reparo. Por eso, y por los clamores
que con generalidad han llegado al Cielo, en el nombre de Dios
Todopoderoso, ordenamos y mandamos, que ninguna de las personas dichas,
pague ni obedezca en cosa alguna a los ministros europeos intrusos”.
Por donde pasaba el ejército libertador se acababa la esclavitud, la mita y la explotación de los seres humanos.
El 18 de noviembre de 1780 se produjo la batalla de
Sangarará. En este primer combate, las fuerzas rebeldes derrotaron al
ejército realista. A partir de entonces, la rebelión tomó un carácter
más radical con un líder a la altura de las circunstancias que
proponía: "Vivamos como hermanos y congregados en solo cuerpo. Cuidemos
de la protección y conservación de los españoles; criollos, mestizos,
zambos e indios por ser todos compatriotas, como nacidos en estas
tierras y de un mismo origen". Unos 100.000 indios en una extensión de 1500 kilómetros, de Salta al Cuzco, se dispusieron a seguir al rebelde.
En uno de sus manifiestos decía Túpac: “Un humilde joven
con el palo y la honda y un pastor rústico libertaron al infeliz pueblo
de Israel del poder de Goliat y faraón: fue la razón porque las
lágrimas de estos pobres cautivos dieron tales voces de compasión,
pidiendo justicia al cielo, que en cortos años salieron de su martirio y
tormento para la tierra de promisión. Mas al fin lograron su deseo,
aunque con tanto llanto y lágrimas. Mas nosotros, infelices indios, con
más suspiros y lágrimas que ellos, en tantos siglos no hemos podido
conseguir algún alivio (...) El faraón que nos persigue, maltrata y
hostiliza no es uno solo, sino muchos, tan inicuos y de corazones tan
depravados como son todos los corregidores, sus tenientes, cobradores y
demás corchetes: hombres por cierto diabólicos y perversos que presumo
nacieron del caos infernal y se sustentaron a los pechos de harpías más
ingratas, por ser tan impíos, crueles y tiranos, que dar principio a
sus actos infernales seria santificar... a los Nerones y Atilas de
quienes la historia refiere sus iniquidades... En éstos hay disculpas
porque, al fin, fueron infieles; pero los corregidores, siendo
bautizados, desdicen del cristianismo con sus obras y más parecen
ateos, calvinistas, luteranos, porque son enemigos de Dios y de los
hombres; idólatras del oro y de la plata. No hallo más razón para tan
inicuo proceder que ser los más de ellos pobres y de cunas muy bajas”.
Decía un copla española anónima de 1870:
“Si triunfaran los indios
nos hicieran trabajar
del modo que ellos trabajan
y cuanto ahora los rebajan
nos hicieran rebajar.
Nadie pudiera esperar
Casa, hacienda ni esplendores,
Ninguno alcanzará honores
Y todos fueran plebeyos:
Fuéramos los indios de ellos
Y ellos fueran los señores.”
El 23 de diciembre de 1780 se dirigió especialmente a los
criollos en una proclama donde les hizo saber que “viendo el yugo
fuerte que nos oprime con tanto pecho [impuestos] y la tiranía de los
que corren con este cargo, sin tener consideración de nuestras
desdichas, y exasperado de ellas y de su impiedad, he determinado
sacudir el yugo insoportable y contener el mal gobierno que
experimentamos de los jefes que componen estos cuerpos, por cuyo motivo
murió en público cadalso el corregidor de Tinta, a cuya defensa
vinieron de la ciudad del Cuzco una porción de chapetones, arrastrando a
mis amados criollos, quienes pagaron con sus vidas su audacia. Sólo
siento lo de los paisanos criollos, a quienes ha sido mi ánimo no se
les siga ningún perjuicio, sino que vivamos como hermanos y congregados
en un cuerpo, destruyendo a los europeos”.
Los rebeldes parecían imparables. Manuel Godoy, estrecho
colaborador del rey Carlos IV, cuenta en sus memorias: “Nadie ignora
cuánto se halló cerca de ser perdido, por los años de 1780 y 1781, todo
el Virreinato del Perú y una parte del de la Plata, cuando alzó el
estandarte de la insurrección el famoso Condorcanqui, más conocido por
el nombre de Túpac Amaru”.
La gravedad de la situación llevó a los virreyes de Lima y
Buenos Aires a unir sus fuerzas. Vértiz y su colaborador, el inefable
Marqués de Sobremonte le escribían en estos términos al virrey del
Perú:“ el buen orden y estado pacífico consistiría en extirpar el
ambicioso origen de todos los males que padecen los pueblos, segando la
cabeza del rebelde José…”. La Iglesia, los criollos y los europeos
cerraron filas para enfrentar el peligro.
Túpac entendió tempranamente que su rebelión no podría
triunfar sin el apoyo de criollos y mestizos, pero los propietarios
nacidos en América no se diferenciaban demasiado de sus colegas
europeos. Formaban parte de la estructura social vigente, que basaba
su riqueza en la explotación del trabajo indígena en las minas,
haciendas y obrajes.
Tras el triunfo de Sangarará, Túpac Amaru cometió el error
de no marchar sobre Cuzco, como le aconsejaba su compañera y
lugarteniente Micaela, y regresar a su cuartel general de Tungasuca, en
un intento de facilitar una negociación de paz.
Los virreyes de Lima y Buenos Aires lograron reunir un
ejército de 17.000 hombres al mando del visitador general, José Antonio
Areche, quien llevó adelante una feroz campaña terrorista de saqueo de
pueblos y asesinato indiscriminado de todos sus habitantes, logrando
que muchos desertaran del ejército rebelde y facilitando la derrota
definitiva de los insurrectos.
Con la llegada al Cuzco del visitador Areche y el
inspector general José del Valle la situación se desequilibró en
perjuicio de los rebeldes. Túpac intentó todavía dar un golpe de mano
atacando primero, pero el ejército realista fue advertido por un
prisionero escapado y el golpe fracasó. La noche del 5 al 6 de abril se
libró la desigual batalla entre los dos ejércitos. Según un parte
militar “fueron pasados a cuchillo más de mil y derrotado el resto
enteramente”.
Al verse perdido Túpac Amaru intentó la fuga, pero fue
hecho prisionero -gracias a la traición de su compadre Francisco Santa
Cruz- y trasladado al Cuzco. El visitador Areche entró intempestivamente
en su calabozo para exigirle, a cambio de promesas, los nombres de los
cómplices de la rebelión. Túpac Amaru le contestó con desprecio:
“Nosotros dos somos los únicos conspiradores; Vuestra merced por haber
agobiado al país con exacciones insoportables y yo por haber querido
libertar al pueblo de semejante tiranía. Aquí estoy para que me
castiguen solo, al fin de que otros queden con vida y yo solo en el
castigo.”
Túpac fue sometido a las más horribles torturas durante
varios días. Se le ataron las muñecas a los pies. En la atadura que
cruzaba los ligamentos de manos y pies fue colgada una barra de hierro
de 100 libras e izado su cuerpo a 2 metros del suelo causándole el
dislocamiento de uno de sus brazos. Túpac no delató a nadie. Se guardó
para él y la historia el nombre y la ubicación de sus compañeros. El
siniestro visitador Areche debió reconocer el coraje y la resistencia
de aquel hombre extraordinario en un informe al virrey donde dejaba
constancia de que a pesar de los días continuados de tortura, “el inca
Túpac Amaru es un espíritu y naturaleza muy robusta y de una serenidad
imponderable”.
El 17 de mayo de 1781 Túpac Amaru fue condenado a muerte.
La condena alcanzó a toda su familia ya que recomendaba que fuera
exterminada toda su descendencia, hasta el cuarto grado de parentesco.
La condena redactada por el Visitador Areche, era todo un
manifiesto ideológico y llegaba a prohibir todo vestigio de la cultura
incaica: “…se prohíben y quitan las trompetas o clarines que usan
los indios en sus funciones, y son unos caracoles marinos de un sonido
extraño y lúgubre, y lamentable memoria que hacen de su antigüedad; y
también el que usen y traigan vestidos negros en señal de luto, que
arrastran en algunas provincias, como recuerdos de sus difuntos
monarcas, y del día o tiempo de la conquista, que ellos tienen por
fatal, y nosotros por feliz, pues se unieron al gremio de la Iglesia
católica, y a la amabilísima y dulcísima dominación de nuestros reyes. Y
para que estos indios se despeguen del odio que han concebido contra
los españoles, y sigan los trajes que les señalan las leyes, se vistan
de nuestras costumbres españolas, y hablen la lengua castellana”.
El 18 de mayo de 1781, los rebeldes quedaron expuestos a
los “civilizadores”, que los descuartizaron. A continuación
transcribimos textualmente el relato de la muerte de la familia Túpac
Amaru contada por sus asesinos: “El viernes 18 de mayo de 1781,
después de haber cercado la plaza con las milicias de esta ciudad del
Cuzco... salieron de la Compañía nueve sujetos que fueron: José
Verdejo, Andrés Castelo, un zambo, Antonio Oblitas (el que ahorcó al
general Arriaga), Antonio Bastidas, Francisco Túpac Amaru; Tomasa
Condemaita, cacica de Arcos; Hipólito Túpac Amaru, hijo del traidor;
Micaela Bastidas, su mujer, y el insurgente, José Gabriel. Todos
salieron a un tiempo, uno tras otro. Venían con grillos y esposas,
metidos en unos zurrones, de estos en que se trae la yerba del
Paraguay, y arrastrados a la cola de un caballo aparejado. Acompañados
de los sacerdotes que los auxiliaban, y custodiados de la
correspondiente guardia, llegaron al pie de la horca, y se les dieron
por medio de dos verdugos, las siguientes muertes: A Verdejo, Castelo,
al zambo y a Bastidas se les ahorcó llanamente. A Francisco Túpac
Amaru, tío del insurgente, y a su hijo Hipólito, se les cortó la lengua
antes de arrojarlos de la escalera de la horca. A la india Condemaita
se le dio garrote en un tabladillo con un torno de fierro... habiendo
el indio y su mujer visto con sus ojos ejecutar estos suplicios hasta
en su hijo Hipólito, que fue el último que subió a la horca. Luego
subió la india Micaela al tablado, donde asimismo en presencia del
marido se le cortó la lengua y se le dio garrote, en que padeció
infinito, porque, teniendo el pescuezo muy delgado, no podía el torno
ahogarla, y fue menester que los verdugos, echándole lazos al cuello,
tirando de una a otra parte, y dándole patadas en el estómago y pechos,
la acabasen de matar. Cerró la función el rebelde José Gabriel, a
quien se le sacó a media plaza: allí le cortó la lengua el verdugo, y
despojado de los grillos y esposas, lo pusieron en el suelo. Le ataron
las manos y pies a cuatro lazos, y asidos éstos a las cinchas de cuatro
caballos, tiraban cuatro mestizos a cuatro distintas partes:
espectáculo que jamás se ha visto en esta ciudad. No sé si porque los
caballos no fuesen muy fuertes, o porque el indio en realidad fuese de
hierro, no pudieron absolutamente dividirlo después que por un largo
rato lo estuvieron tironeando, de modo que lo tenían en el aire en un
estado que parecía una araña. Tanto que el Visitador, para que no
padeciese más aquel infeliz, despachó de la Compañía una orden mandando
le cortase el verdugo la cabeza, como se ejecutó. Después se condujo
el cuerpo debajo de la horca, donde se le sacaron los brazos y pies.
Esto mismo se ejecutó con las mujeres, y a los demás les sacaron las
cabezas para dirigirlas a diversos pueblos. Los cuerpos del indio y su
mujer se llevaron a Picchu, donde estaba formada una hoguera, en la que
fueron arrojados y reducidos a cenizas que se arrojaron al aire y al
riachuelo que allí corre. De este modo acabaron con José Gabriel Túpac
Amaru y Micaela Bastidas, cuya soberbia y arrogancia llegó a tanto que
se nominaron reyes del Perú, Quito, Tucumán y otras partes...”
Dice Valcárcel que en ese momento el pequeño Fernando Túpac Amaru1
de 10 años de edad, que fue obligado a presenciar el sacrificio de sus
padres y hermanos, “dio un grito tan lleno de miedo externo y angustia
interior que por mucho tiempo quedaría en los oídos de aquellas
gentes...”
Un documento español titulado “Distribución de los
cuerpos, o sus partes, de los nueve reos principales de la rebelión,
ajusticiados en la plaza del Cuzco, el 18 de mayo de 1781” nos exime de
todo comentario: |
José Gabriel Túpac-Amaru.
Micaela Bastidas, su mujer.
Hipólito Túpac-Amaru, su hijo.
Francisco Túpac-Amaru, tío del primero.
Antonio Bastidas, su cuñado.
La cacica de Acos.
Diego Verdejo, comandante.
Andrés Castelo, coronel.
Antonio Oblitas, verdugo.
Tinta
La cabeza de José Gabriel Túpac-Amaru.
Un brazo a Tungasuca.
Otro de Micaela Bastidas, ídem.
Otro de Antonio Bastidas, a Pampamarca.
La cabeza de Hipólito, a Tungasuca.
Un brazo de Castelo, a Surimana.
Otro a Pampamarca.
Otro de Verdejo, a Coparaque.
Otro a Yauri.
El resto de su cuerpo, a Tinta.
Un brazo a Tungasuca.
La cabeza de Francisco Túpac-Amaru, a Pilpinto.
Quispicanchi
Un brazo de Antonio Bastidas, a Urcos.
Una pierna de Hipólito Túpac-Amaru, a Quiquijano.
Otra de Antonio Bastidas, a Sangarará.
La cabeza de la cacica de Acos, a ídem.
La de Castelo, a Acamayo.
Cuzco
El cuerpo de José Gabriel Túpac-Amaru, a Picchu.
Ídem el de su mujer con su cabeza.
Un brazo de Antonio Oblitas, camino de San Sebastián.
Carabaya
Un brazo de José Gabriel Túpac-Amaru.
Una pierna de su mujer.
Un brazo de Francisco Túpac-Amaru.
Azangaro
Una pierna de Hipólito Túpac-Amaru.
Lampa
Una pierna de José Gabriel Túpac-Amaru, a Santa Rosa.
Un brazo de su hijo a Iyabirí.
Arequipa
Un brazo de Micaela Bastidas.
Chumbivilcas
Una pierna de José Gabriel Túpac-Amaru, en Livitaca.
Un brazo de su hijo, a Santo Tomás.
Paucartambo
El cuerpo de Castelo, en su capital.
La cabeza de Antonio Bastidas.
Chilques y Masques
Un brazo de Francisco Túpac-Amaru, a Paruro.
Condesuyos de Arequipa
La cabeza de Antonio Verdejo, a Chuquibamba.
Puno
Una pierna de Francisco Túpac-Amaru, en su capital.
Las partes de su cuerpo fueron colocadas en picas en las ciudades en las que había triunfado el intento revolucionario.
Pero a pesar de la barbarie, los asesinos de Túpac Amaru y
de su familia ya no podrían descansar tranquilos. Años después de
perpetrada su masacre, en todo el territorio americano era otro el
catecismo que se leía, eran otras las enseñanzas que se aprendían; la
dignidad comenzaba a campear y el habitante originario iba a
acostumbrándose a caminar erguido.
Los revolucionarios de 1810 serán llamados “tupamaros” por
los documentos españoles de la época y este calificativo será asumido
con orgullo por los rebeldes, que lo harán propio, como lo señala la
copla anónima de aquellos años:
Al amigo Don Fernando
Vaya que lo llama un buey Porque los Tupamaros
No queremos tener rey. |