martes, 24 de marzo de 2015

GARCÍA DEBE SER INHABILITADO

CUANDO EL DESACATO ES UN GESTO MORAL

Escribe César Hildebrandt




0 alentamos la rebeldía o nos hundimos todos en el lodazal propuesto por la judicatura.

El señor Alan García está feliz. Mirko Lauer también. Lo mismo sus voceros concentrados (García opera el mila­gro de reunir a los Miró Quesada y a los bustos parlantes del mohmismo en un solo propósito en­cubridor). Hasta Juan Paredes Castro, siempre de ocasión, está exultan­te como si acabara de cazar a un buen mamut.

Pero que García no se la crea. Que un pestífero poder judicial controla­do por el Apra lo haya "liberado" for­malmente de las incomodidades de la Megacomisión no significa que sus narcoindultos dejarán de ser parte de su prontuario. Lo seguirán siendo.

García es un foco infeccioso para la política peruana. Es un hombre que se hizo rico echando mano a toda la plata negra que la política y el poder presidencial le pusieron a su alcance. Es au­tor mediato, mucho más que Fujimori, de cuantiosas masacres. Es el más exi­toso fugitivo de la justicia penal gracias a prescripciones, arreglos bajo la mesa y servicios mugrientos del poder judi­cial acovachado que padecemos.

Que García no haya pasado por la cárcel es una demostración cabal de lo que es, fatalmente, el Perú. Que a García no lo pueda investigar el Con­greso sin que meta la mano un juez "ad hoc" dice mucho de la crisis de la democracia peruana, impotente, desde su parálisis institucional, para poder garantizar la seguridad ciuda­dana o la aplicación de una justicia igualitaria.

Alan García es la continuidad de­generada de un partido que Haya de la Torre ya había convertido en una sucursal oligárquica después de su alianza con la derecha más dura de los años 6o. Después, con el golpe de los militares peruanos nasseristas de 1968, Haya pretendió darse un aire reformista diciendo que el programa de Velasco era un plagio del ideario original aprista. Sin embargo, hizo todo lo posible para que Velasco fra­casara y aquel 5 de febrero de 1975 fueron fuerzas apristas las que ayu­daron a desatar el caos y el saqueo de Lima. Ese fue el comienzo del fin del velasquismo, el más serio intento de cambiarlo todo desde arriba y a la fuerza.

A finales de los 70, con Haya lan­guideciendo, el Apra terminó siendo un partido ficticiamente dividido. Por un lado estaba el ala conser­vadora, representada por Andrés Townsend, y por el otro una facción supuestamente de izquierda, la en­carnada por Armando Villanueva. Pero esta última, que controlaba el aparato, era retórica pura.

La impunidad dotó al personaje de una redoblada desfachatez. Confundió el discutible perdón mal habido y, más bipolar que nunca, se irguió en líder casi insurreccional de la oposición a Toledo

Y muchos de sus voceros, incluido su líder, es­taban demasiado cerca del narcotraficante Carlos Langberg como para que alguien los tomara en serio.
La derrota electoral de Villanueva en 1980 ca­tapultó a García, la joven promesa acunada por Haya. Este hizo en tres años -de 1985 a 1988-lo que a Haya le había costado déca­das: empezar como revolucionario y terminar como un dudoso social demócrata de dientes para afuera. Cla­ro que García le puso un ingrediente que Haya, a pesar de sus vicios per­sonales y sus extenuantes secretos, no había frecuentado: el robo de fondos de campaña, las comisiones por re­venta de armas, las coimas por obras de infraestructura, el carrusel de dó­lares MUC con testaferros como su amigo Alfredo Zanatti, quien compró 25 millones de esa divisa subsidiada y alguna vez recibió un fax de García exigiéndole cuentas sobre un episodio contable (todo está en el expediente respectivo).

García, que había pertenecido a la mesocracia del lado más modesto de Miraflores y que jamás tuvo trabajo conocido (con excepción de su fugaz tránsito por la abogacía defendien­do sin éxito a un par de narcos), se hizo millonario en dólares gracias a su paso por la presidencia. Se com­pró inmuebles en Lima, Bogotá, Pa­rís. No pagó una sola de sus felonías. Vivió sin trabajar entre París y Bogo­tá recurriendo a los intereses de sus cuentas. Y al final, con el colapso del régimen de Fujimori -monstruo que él creó desde Palacio con la colabora­ción de "La República" y "Pajina Li­bre"-, la democracia, devuelta pero no limpia, resucitada pero no escar­mentada, organizó sus prescripcio­nes y toleró su regreso y hasta su candidatura. Como siempre. Como con Piérola. Como con los Prado.

La impunidad dotó al personaje de una redoblada desfachatez. Confun­dió el discutible perdón mal habido y, más bipolar que nunca, se irguió en líder casi insurreccional de la oposi­ción a Toledo. No es de extrañar que en el 2006 el país anético que es el Perú lo llevara a la presidencia. Al fin y al cabo, el asunto era cerrarle el paso a un exmilitar que proponía cambios importantes. Un García aliado, como Haya, de la peor y más rapaz dere­cha llegó a su segundo mandato. Y los robos continuaron, los decretos con fe de erratas para hacer obras de más de 250 millones de soles se pu­blicaron, las coimas se reprodujeron en todos los ministerios y la fortuna de García, acrecentada ya durante la campaña electoral que financió una plutocracia más asustada que nunca, se hizo más grande que nunca.

Y a todo eso este individuo añadió la infamia de los narcoindultos. Cuatrocientos delincuentes parecidos a ese Carlos Langberg que financió al Apra y abasteció de cocaína a algu­nos de sus dirigentes salieron a la calle con la firma del presidente de la república. Esta es una vergüenza que ningún país ha sufrido, un estig­ma que nos atañe a todos y que hoy la prensa del lodazal pretende pasar por alto.

La Megacomisión lo pescó. Y, como lo demostró el magnífico ar­tículo que al respecto publicó este semanario la semana pasada, toda la argumentación de García fue des­baratada. No quería descongestionar las cárceles, como decía (para eso hubiese indultado a reos sentencia­dos por delitos contra el patrimonio, que eran la mayoría, o no habría con­mutado las penas de quienes ya es­taban en sus casas en un régimen de semilibertad). No. Lo que quería este hombre sin escrúpulos era liberar a bandas enteras de narcotraficantes, incumpliendo así el artículo 8 de la Constitución y creando un sórdido sistema paralelo de justicia sin pu­nición. ¿Cabe algo peor en un país amenazado desde su médula por el narcotráfico?

Todo eso ha sido descubierto por la Megacomisión. Y por eso el poder judicial, el que hizo de César Álvarez un hombre inalcanzable para la justi­cia en Áncash, ha tenido otra vez que intervenir.

Un periodista del extranjero po­dría creer que Alan García está libre de polvo y paja gracias al espurio fa­llo. Pero los peruanos sabemos qué calidad tienen la mayoría de nues­tros jueces, de qué aguas turbias pro­ceden, a qué acequias se acercan a beber. Y de qué modo el Apra reina entre sus filas.

Lo que quería este hombre sin escrúpulos era liberar a bandas enteras de narcotraficantes, incumpliendo así el artículo 8 de la Constitución y creando un sórdido sistema paralelo de justicia sin punición. ¿Cabe algo peor en un país amenazado desolé su médula por el narcotráfico?

Cuando mucha gente pregunta por qué los in­teligentes y los decentes se alejan de la política, por qué a los jóvenes los corroe el asco o el escepticismo o la rabia cuando les mientan la palabra "política", pues esta es la respuesta: porque la nues­tra tiene en su menú estelar a un pre­sidente ladrón que está en la cárcel, a uno semejante que está siendo inves­tigado y que debería terminar en ella y a un tercero, gemelo de los otros, que es socio de jueces y mandatario informal del Ministerio Público.

Desacatar el fallo del poder judi­cial es un deber moral del Congreso. No puede haber respeto a un poder judicial que mete la uña para salvar a un favorito argumentando que no fue debidamente citado cuando la aludida invitación de la Megacomi­sión tiene cuatro páginas y abunda en precisiones.

Inhabilitar a García no es una op­ción. Es una necesidad para devol­verle al país la oportunidad de ser otra vez respetable.






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