Palabras del periodista y escritor peruano Alfredo Pita
durante la presentación de su novela “El rincón de los muertos” en la
Maison de l’Amérique Latine, en París, el 5 de diciembre último.
Empecé a moverme en los
territorios de la literatura como todos, oyendo historias, leyendo.
Desde muy temprano, mis familiares pusieron en mis manos libros que
formaron mi imaginación y me dieron la palabra, el instrumento expresivo
que todos usamos, pero que en el caso del escritor es su instrumento de
trabajo.
También los míos hicieron que muy temprano, niño aún, me topase con
gente que leía libros y los degustaba, y que hasta escribía literatura.
En la casa de mi padre conocí no solo a jóvenes revolucionarios
dispuestos a todo por cambiar el inicuo orden de cosas peruano, sino que
también incursionaban en la poesía y el relato.
Así, sin haber llegado a los diez años, y redondeando apenas la
imagen en mi cabeza, intuí que la búsqueda de la belleza y de la
justicia podían ir juntas.
Más tarde, a los 17 años, me ocurrió algo extraordinario. En la
ciudad del norte del Perú donde vivíamos, se realizó, en 1966, un
Encuentro Nacional de Poetas Peruanos, al que acudieron los vates más
importantes y prestigiados que había en el país. Con algunos de ellos en
el jurado, se organizó un premio al poeta joven de la región y me lo
concedieron. Aún no era adulto, había recibido un premio alentador y,
como si fuera poco, ya era amigo de los poetas que más leía y admiraba.
¿Qué más pedir?
Esta fue mi verdadera escuela, como más tarde lo fue el contacto con
viejos y prestigiados periodistas. Pero fueron los escritores los que
marcaron mi destino. En adelante, en forma constante y reiterada, y sin
que yo me lo propusiera, la vida me pusoen el camino de escritores
trascendentes que me dieron su amistad y su apoyo. Hoy quisiera hablar
en particular de uno de ellos, de José María Arguedas.
Frecuentarlo fundó y consolidó mi vocación y mi aprendizaje en el
terreno creativo y literario, pero también recibíde él una visión ética
de la sociedad y de la vida, lo que me llevó de vuelta a mis primeras
intuiciones, aquellas queme decían que mejorar la vida pasaba por la
creación y la belleza, pero no sin la equidad y la justicia.
Poco antes de que pusiera fin a sus días, Arguedas había recibido un
premio y, al agradecerlo pronunció un discurso, cuyo titulo es: “No soy
un aculturado”.
En resumen, el viejo maestro nos pedía a los peruanos que no nos
dejáramos alienar, que no permitiésemos que las fuerzas dominantes nos
despojasen de nuestro ser esencial, que siendo en su óptica de raíz
andina, se nutre evidentemente de nuestro complejo y rico cruce
cultural. La alienación, ese inveterado mal peruano, es eso: el dejar de
ser uno mismo por la imposición de la cultura dominante.
Una década después de su muerte, el Perú vivió una etapa de
atrocidades, la peor sangría de su historia. En quince años, la guerra
interna, el enfrentamiento entre el ejército y el senderismo, mató al
menos a 75.000 personas, a más peruanos que todas las guerras que el
país ha sostenido con sus vecinos. Y una constatación abruma porque es
una evidencia descarnada: la inmensa mayoría de víctimas fueron
campesinos quechuahablantes, víctimas inocentes del fuego cruzado de los
terrorismos.
Y todo esto para que nada cambie. Hoy, los dueños del país nos dicen
que hemos entrado en una etapa de bonanza y piden sacrificios a la gente
en nombre de un espejismo que no engaña a nadie, salvo a quienes
quieren dejarse engañar en Lima con los abalorios del consumismo. Tras
la guerra y las atrocidades ahora tenemos la destrucción del medio
ambiente, de la naturaleza, del habitat de las comunidades campesinas,
en nombre de un modelo que refuerza la explotación y la alienación de la
que hablaba Arguedas.
Como en las peores épocas coloniales, al Perú se le asigna, hoy más
que nunca, el papel de proveedor de metales preciosos y estratégicos, de
petróleo y de madera. Se nos ratifica en nuestra condición de país
primario exportador, de pieza menor en la maquinaria subalterna de las
economías dominantes, y esto a costa de la destrucción del territorio y
del envenenamiento por siglos de las montañas y las selvas, de los
espacios de vida del peruano de hoy y de sus descendientes, de los que
aún no se han refugiado en Lima, en esa úlcera tentacular que
inconsciente e irresponsablemente chupa la sangre de todo el país sin
saber cuál es su propio destino.
José María Arguedas y otros maestros que he tenido me enseñaron una
ética de la palabra, pero también una visión responsable, política,
frente a la vida. Quienes estamos en capacidad de usarla palabra debemos
hablar en nombre de quienes no pueden hacerlo. En países como el Perú
nuestra voz no nos pertenece sólo a nosotros.
En este sentido, en este momento, cuando los campesinos de Cajamarca,
mi región, marchan hacia la capital para hacer oír su voz ante la
conferencia internacional de las Naciones Unidas sobre el clima (COP20),
reunida en Lima, yo no puedo callar.
El clima está siendo destruido por el sistema egoísta, irracional y
contaminador que devasta la vida de las comunidades de mi país y de
otras partes del mundo.
Yo no quiero ser un cómplice y guardar silencio frente a los crímenes
que cometen los gobernantes peruanos y la élite a la que sirven
traicionando a quienes los eligieron.
Cuando la injusticia y el latrocinio se enseñorean en mi país y
destruyen las bases mismas de la vida de la gente humilde, yo no puedo
callar. Cajamarca tiene mil veces razón.
Hay un nuevo colaboracionismo en países como el mío, donde se aplasta
a las poblaciones en nombre de un frenesí productivo que es el
extractivismo irracional y sin límites al que ya he aludido, que apunta a
un desarrollo que nunca llegará, mientras se destruye a la naturaleza y
a los habitantes, en tanto que en la capital el grueso de los
intelectuales prefiere el silencio. Yo no quiero callarme frente a este
abominable orden de cosas. Yo no soy un colaborador del nuevo
colonialismo.
No quiero ser cómplice y deseo expresarlo en esta ocasión, al tiempo
que ratifico que voy a continuar con mi trabajo de escritura, que voy a
seguir desarrollando mis historias con la más absoluta libertad
creativa, pero sin perder de vista que soy un hombre con
responsabilidades, un ciudadano consciente, no un simple manipulador de
palabras, dócil ante el mercado o ante las señales que me envían los
poderosos que lo controlan.
Alfredo Pita
Colaborador
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