Ya no predica el cambio y las transformaciones, como
en el pasado; ahora se presenta como la alternativa frente a los “nuevos
populismos”.
Hace muchos años, cuando era universitario, en las asambleas solíamos
gritar el “APRA nunca muere, vive de rodillas”. Ello simbolizaba el
viraje a la derecha del aprismo en esos años y, también, una suerte de
conciencia de que el aprismo, simplemente, como expresaba la consigna,
iba a prevalecer en el tiempo.
El Partido Aprista Peruano, como sabemos, jugó un papel
importantísimo en la historia política peruana del siglo XX. Junto con
los comunistas, el aprismo expresaba una nueva representación política
de las nacientes clases populares y medias en esos años. Las elites que
gobernaban el país en esos tiempos decidieron por Sánchez Cerro y, más
tarde, por la abierta dictadura. Es la ruptura, como bien lo señalaron
Alberto Flores Galindo y Manuel Burga, entre las elites dominantes y sus
intelectuales. Pasaron muchos años para que la derecha vuelva a tener
intelectuales en el país.
El APRA, en aquel contexto, se convirtió no solo en el principal
partido popular en el país sino también en una suerte de modelo político
para otros partidos de la región. No debemos olvidar que tanto el
discurso como la revolución que proponía el aprismo eran continentales.
Años después, surgieron partidos similares en la región: Acción
Democrática en Venezuela, Liberación Nacional en Costa Rica, el
Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) en Bolivia. Incluso, el
movimiento peronista en Argentina, en cierta forma, es también inspirado
por el aprismo. La llamada “tercera posición” de Perón le debe mucho a
aquella frase de Haya de la Torre “ni con Washington ni con Moscú”.
Las virtudes del Partido Aprista Peruano fueron varias. Acaso la más
importante fue crear un “pueblo aprista”, esa suerte de alianza entre
los trabajadores manuales e intelectuales, que se convirtió en una
subcultura política que permitía asegurar la continuidad, como se decía
antes, “de padres apristas, hijos y nietos apristas”. Además, erigir una
hegemonía en el mundo popular y sindical, una sólida ideología y una
jefatura moral y políticamente indiscutible como fue la de Víctor Raúl
Haya de la Torre.
Esas virtudes, más otras, como la de tener una consistente dirección
política con dirigentes como Armando Villanueva, Ramiro Prialé, Luis
Alberto Sánchez y Manuel “cachorro” Seoane, fueron las que permitieron
al APRA tejer esa lealtad política con sus seguidores y electores. En
ese contexto, el partido podía virar a la izquierda o a la derecha
porque contaba a su favor con la adhesión de sus seguidores y el fuerte
enraizamiento en el mundo popular o plebeyo.
Sin embargo, en los años cincuenta, el APRA, como anota Osmar
Gonzáles, no pudo representar a las nuevas clases medias que se
alinearon con Acción Popular y el social progresismo, ni tampoco a los
migrantes que comenzaban a poblar las ciudades de la costa, en
particular Lima, que poco a poco fueron representados por una izquierda
variopinta. Es durante esos años cuando comienza la decadencia del
aprismo y su abierto viraje a la derecha, como lo expresó, sin ambages,
su alianza con Prado y Odría.
A diferencia del peronismo argentino, que mantiene una existencia
activa en el mundo popular y sindical que le ha permitido girar a la
derecha (Menem) o la izquierda (Kirchner) sin perder presencia en esos
ámbitos, es decir, mantener el “pueblo peronista” y renovarse con un
discurso y una práctica popular y plebeyos, el APRA poco a poco fue
perdiendo y desmantelando su presencia en el mundo popular. Su último
intento de acercamiento se produjo durante el inicio del primer gobierno
de Alan García, que duró poco, porque pronto comenzó su desplazamiento
definitivo hacia la derecha.
Lo que quiero sustentar es que el APRA, a diferencia del peronismo,
no tiene ninguna capacidad de renovación luego de su viraje a la
derecha. Sin un “pueblo aprista” que lo siga, sin una presencia activa
en el mundo sindical, salvo las mafias que se mueven en construcción
civil, con una “nueva ideología”, que es la apología de la globalización
y del capitalismo mundial, sustentada en la “teoría del perro del
hortelano” y en los últimos libros de García, que renuncia a la
integración regional que fue parte medular del inicial discurso aprista
-no en vano García es el impulsor de la Alianza del Pacífico-, hoy, el
APRA ha perdido sus viejas lealtades políticas y su capacidad de
renovación.
Ya no predica el cambio y las transformaciones, como fue en el
pasado; ahora se presenta como la alternativa frente a los “nuevos
populismos” que hoy aparecen en el país. La comprobación de todo ello
fue el triunfo electoral de García en el 2006 frente a un candidato que,
curiosamente, levantaba algunas de las viejas banderas del aprismo.
No es extraño que hoy el partido aprista esté envuelto en el lodazal
de la corrupción y unido a la extrema derecha nacional y regional que
intenta ganar terreno luego del viraje hacia la izquierda de la región.
Es el fin de un viejo partido populista y su conversión abierta y sin
vuelta atrás en un partido de derecha y, diría, en una mafia política.
Su actual “martirologio”, si cabe la expresión, tiene relación con la
corrupción y no con las luchas del pueblo como fue en el pasado.
Hoy asistimos a los funerales políticos del APRA, el abandono de sus
originales banderas programáticas es uno de los principales motivos,
pero fue, sin duda, Alan García y su última gestión presidencial, quien
le infligió la herida de muerte.
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